¿Por qué debo poner límites al niño?, ¿por qué son sanos los límites? ¿le dejo ser libre cuándo le pongo límites?, ¿cómo hago para ponerle límites amorosos?, ¿con qué me puedo encontrar si le dejo hacer cuánto desea?
El ser humano en su primera infancia es muy sensible a todo lo que le rodea y al modo en que se le presenta. No tiene filtros. Para que un niño crezca y se desarrolle sano necesita límites claros y amorosos. Debe existir equilibrio entre el dejarle hacer y el límite. Eso es lo que va a permitirle crecer en libertad.
El niño necesita al adulto, pero esto no significa que estamos por encima de él (cuando abusamos de nuestra fuerza, tamaño o utilizamos el miedo para poner un límite) o por debajo, dejándole hacer todo. Es nuestra tarea, como padres o acompañantes, cuidar y mimar de forma armoniosa y amorosa lo que hacemos, lo que decimos, incluso, lo que pensamos, al relacionarnos con ellos. Los niños vienen al mundo con una habilidad especial para “escuchar” lo que no verbalizamos.
Los límites se pueden poner verbalmente, a través de la acción del adulto y de su actitud. También se pueden poner límites en el espacio o a través del material de juego que le proporcionamos.
¡¡La actitud del adulto es vital!! Con ella, mostramos el límite al niño, le damos cierta forma a su juego. El adulto debe confiar en que una actitud de respeto por el espacio, por el material que le rodea, hacia las personas con las que conviven, animales y plantas, por los alimentos que toma, por el cuidado y mimo hacia uno mismo, van a ser fundamentales a la hora de poner límites a un niño. Ser un ejemplo digno de ser imitado facilita la crianza y permite al niño crecer alegre y confiado. Si un niño ve el mimo con el que su padre limpia y coloca los discos en el cajón, podrá interiorizar su mismo entusiasmo, de forma natural y sin explicaciones. ¡No hay que decirle al niño lo que tiene que hacer porque lo está viviendo!
Por eso, poner un límite no significa decir a TODO que No: “no cojas la cuchara”, “no toques ese libro”, “no abras esa puerta”, “no subas a la banqueta”, “no te manches”, “no te hagas pipi en el pantalón”, “no empujes a tu hermano”… A veces ni siquiera sabemos porque le hemos dicho que “no”. No nos paramos a ver qué ha ocurrido. Lo cierto, es que al final del día hemos acumulado un sin número de “no-es”. Es muy confuso para un niño cuando se da esta “sin razón” del adulto que le impide “moverse” y experimentar a través de su propio cuerpo.
El adulto, antes de poner un límite, debe observar objetivamente la situación concreta en la que se encuentra:
- la edad del niño (menor o mayor de 3 años),
- que su vida o bienestar estén en peligro o pongan en peligro la de alguien
- que la acción o el juego sean un “conflicto” para el adulto, pero permitan una alternativa.
- los miedos y las proyecciones propias del adulto
Nuestra actitud y acción con un niño menor de 3 años no puede ser la misma que con un niño que supera esa edad. Para el menor, el movimiento es fundamental en su crecimiento, posee la capacidad de estar moviéndose todo el tiempo. El adulto debe favorecer esta actividad, poniendo límite para que pueda hacerlo en libertad.
Si no queremos que suba por unas escaleras él solo, le ponemos protección y el niño podrá moverse en libertad sin subir por la escalera. Si no queremos que el niño coja algo, lo cambiamos de lugar, allí donde no alcance o donde no lo vea. Si está trepando a la ventana, le cogemos en brazos y le apartamos de ahí llevándolo a otro lugar. Lo más importante es que en estos 2-3 primeros años, el niño gane en desarrollo físico a través del movimiento y del juego. Las explicaciones, riñas, los continuos “no toques eso”, apelan a su intelecto y el niño aun no está preparado para ello (fisiológicamente hablando), le traen miedos, confusión y desconfianza. Durante este tiempo el adulto muestra al niño el límite con su propio hacer. Repitiendo la acción las veces que haga falta hasta que el niño deje de intentar “subir a la ventana”.
Un niño entre 3-6 años está más preparado para comprender el límite verbal: “Juan, en casa hablamos bajito, gritamos en el jardín”; “corremos fuera”; “no subas a la baranda del balcón”. En ocasiones, los niños están tan inmersos en su juego que no escuchan. Necesitan contacto físico, que nos acerquemos y les toquemos, captando así su atención para luego repetirles el mismo límite razonable, claro y conciso. Y muy importante, sin añadirle una carga emocional “si te subes a ese árbol me voy a poner muy triste”.
No tiene sentido que le pongamos un límite al niño y que el adulto no lo cumpla. Por ejemplo, que el adulto le diga a gritos que deje de gritar dentro de casa; o que corriendo detrás de él, le diga que las carreras se dan en el jardín.
Cuando observamos que el juego del niño pone en peligro su vida o bienestar no hay negociación posible, tratamos de evitarlo sin más. La actitud segura del adulto debe aportar la seriedad a la situación, no es momento de explicaciones: “No te acerques al borde”, “No metas el boliche en la nariz”, “No subas al lavamanos”, etc. Un “no” claro y concreto. Queremos que el niño reconozca que hay situaciones peligrosas. Si nosotros dudamos, el niño dudará y buscará que le demos explicaciones y probablemente repita la acción. Hemos de controlar nuestras emociones y palabras. No queremos que el niño se asuste por nuestra reacción. De nada sirve que le digamos “presos de pánico”, de rabia o susto tooodo lo que pudo haber pasado por su “imprudencia” al acercarse al borde de la carretera. ¡Sentido común, calma y amor!
Algunas veces, no siempre, ni por norma, podemos dar una alternativa al límite. Por ejemplo, el niño quiere regar las flores del jardín con la manguera. Aun es pequeño para poderla utilizar solo, sin embargo, le podemos dejar una regadera, un cubo pequeño o un vaso que le permita hacer la labor. Vale una alternativa, pero veinte no tendrán efecto. Se puede ser flexible al poner un límite pero si les damos mil posibilidades el límite perderá su fundamento.
Y si evitamos las emociones negativas y pensamientos internos del tipo: “no va a aceptar el cambio”, “verás que pataleta se coge cuando le quite la manguera”, etc. nos encontraremos con que el niño acepta el límite, sin más lio.
Por otro lado, la biografía del adulto puede traer serias dificultades para poner límites al niño. El adulto tiene la complicada tarea de reconocer sus propios miedos y sus propios límites cuando se relaciona con un infante. Sólo así el niño podrá jugar libre de proyecciones de un ego ajeno, de explicaciones excesivas y todo lo que cada uno carga en su “mochila”. Si nos sentimos incapaces de controlar nuestras emociones y pensamientos negativos cuando el niño trata de trepar a un árbol o acercarse a una vela encendida, es mejor que no le dejemos hacerlo en nuestra presencia. Son los miedos quienes hacen que el niño resbale y se quede colgando de una rama o pueda sufrir una quemadura. Si el adulto está confiado y seguro, el niño estará confiado y seguro.
Además, debemos saber que cuando damos cierto material de juego a nuestro niño también estamos poniendo un límite. Le estamos dando un material y no otro. Y como con cualquier otro límite deberíamos preguntarnos: ¿cuál es el material que quiero proporcionarle y por qué? Siendo siempre consecuentes con ello. Flaco favor nos hacemos si le damos una cuchara grande de madera y luego le regañamos continuamente para que no se la meta en la boca. ¡Hay que confiar en los niños!
Los niños tienen especial interés en los objetos bellos y coloridos, y en los que tienen un valor especial para el adulto. Suelen ser los objetos más delicados de la casa. Es un hermoso regalo para el adulto darse la oportunidad de observar el cuidado con el que un niño coge una bolita de cristal entre sus dedos (un tesoro para mí), lo lleva junto a su pecho y lo observa con dedicación. Pero por supuesto, si hay algo que realmente no queremos que coja, lo quitamos de su alcance y de su vista, con toda la calma y la seguridad.
Por otro lado, el niño necesita conocer los límites espaciales para moverse en libertad, tanto si estamos en casa como si estamos fuera. Debemos ser claros y concretos. Evitar las mentiras (“No te subas al muro que vendrá la policía”) y las amenazas (“Como te subas al muro no venimos nunca más al parque”). Si hemos decidido que el balcón o la despensa no son lugares “aptos” para jugar, se lo decimos, cerramos con llave la despensa y el balcón o le llevamos a otra zona de la casa donde pueda jugar. Igual si estamos fuera de casa y el espacio y las condiciones suponen un riesgo o vemos que no paramos de repetirle “no te subas ahí”, con toda la calma y confianza del mundo nos retiramos y ya volveremos en otro momento.
Cuando tomamos la decisión de poner un límite, independientemente del tipo que sea, debemos mantenerlo. Darnos un margen de tiempo para observar al niño y su juego. Confiar en que siempre se hace de la mejor manera que se sabe y ser honesto con uno mismo, y si hay que rectificar, se rectifica.
Es posible, que en ocasiones tengamos que hacer frente a una rabieta o llanto como consecuencia al poner un límite. No debemos tenerles miedo, sabemos qué la ha desencadenado y eso nos permite controlar nuestras emociones y ayudarle a tranquilizarse. La frustración es una experiencia por la que todo niño ha de pasar y que le proporciona confianza en sí mismo y favorece su creatividad.
Los límites dan orden y sentido a la vida, pero el exceso o defecto de éstos puede traer agresividad, desinterés, miedos, rechazo hacia mundo, dificultades con la frustración, dificultades de atención y concentración, niños desafiantes, niños muy observadores, críticos con los demás, que ponen en peligro su vida, dificultades en las relaciones con otros, miedosos, baja autoestima y confianza en uno mismo, movimientos mecánicos, automatizados, dificultades en el juego, con la fantasía, etc.
El equilibrio y la armonía son la clave. Y sobre todo, antes de poner un límite observar al niño con Amor, respeto y aceptación.
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